El impacto de la industria de la mentira, la crisis de los medios y la agenda política de las redes sociales han generado una tormenta perfecta en las democracias que arrasa la relación de la ciudadanía con la información y la realidad
Texto de otros.- Javier Salas. El País. “La verdadera oposición son los medios”, sentenció Steve Bannon mientras era jefe de estrategia de la Casa Blanca, en 2018, durante el primer mandato de Donald Trump. “Y la forma de lidiar con ellos es inundar el terreno con mierda”. Bannon señaló el camino y hoy Trump vuelve a la presidencia de Estados Unidos surfeando esa misma ola, esta vez agitada por su nuevo estratega jefe, Elon Musk, dueño de la red social X. “Ahora la prensa sois vosotros”, les dice a sus fieles tuiteros el magnate sudafricano que, como Bannon, desprecia a los medios y lo embarra todo: más de la mitad de sus tuits durante la campaña fueron “engañosos”, según la CBS. Los dos saben que hoy lo único importante es la narrativa, la guerra cultural. Con una diferencia: el cenagal informativo de entonces pilló por sorpresa al mundo, desde Reino Unido a Filipinas, cuando el uso político de herramientas como Facebook y WhatsApp generó una disrupción política inesperada. Pero ese ciclo disruptivo ya acabó: hoy es lo cotidiano. “No creo que la desinformación vaya a desaparecer”, afirma Sander van der Linden, experto de la Universidad de Cambridge, “lamentablemente, es la nueva normalidad”.
El caudal de mentiras tóxicas vivido en España tras las más de 200 muertes de la dana en Valencia confirma que vivimos en el mundo soñado por Bannon y Musk. Los bulos circulan sin freno por los móviles, las redes sociales diseminan veneno, los medios no parecen fiables y la ciudadanía, polarizada y desorientada, señala con el dedo al de enfrente acusándole de mentir. Porque el ecosistema informativo, más que nunca, ha dejado a la sociedad sin una realidad compartida sobre la que construir consensos o discusiones fructíferas. Como explica Renée DiResta, de la Universidad de Georgetown, tenemos una verdad cosida a medida para cada persona: “La colisión entre la maquinaria de propaganda y la fábrica de rumores ha creado una epistemología de ‘elige tu propia aventura’: algún medio ya ha escrito la historia que deseas creer; algún influencer está demonizando al grupo que odias”.
Los especialistas en desinformación coinciden en que lo sucedido con la dana no es casual, sino la consecuencia inevitable del nuevo sistema informativo que ha quedado tras dos lustros asediado por la doctrina Bannon. Tras las riadas, en dos semanas se concentró el mismo volumen de patrañas que se sufrieron en dos años de pandemia. “Nunca habíamos visto algo tan explícito y coordinado, pero lo vamos a ver más veces”, advierte Clara Jiménez, que lleva una década combatiendo mentiras al frente de Maldita. “La maquinaria de la desinformación ahora tiene más músculo, pero también tiene más adeptos, más gente escuchando esas cosas con normalidad”, desarrolla la periodista. El torrente de apoyos recibidos por Iker Jiménez tras varios días —o años— difundiendo bulos es una prueba descorazonadora. “En la última década, hemos visto asentarse la disfunción normalizada de la desinformación de nuestra sociedad”, ahonda Raúl Magallón, de la Universidad Carlos III. “Primero surgió en torno a la política, luego con la inmigración y más tarde, con la pandemia, con discursos anticientíficos. Y todo se ha condensado con la dana, que ha sido una tormenta perfecta. Además, las narrativas desinformadoras han bajado de escala a los adolescentes”, añade. La relación de los más jóvenes con la realidad y la información se está cocinando en este escenario confuso.
Es imposible identificar un momento concreto en el que nació este nuevo universo distorsionado, pero empezó a gestarse antes de que se hablara ingenuamente de posverdad. Bannon, al frente del portal ultra Breitbart, se dio cuenta de que había un público que demandaba realidades alternativas. E incorporó a su manual lo sucedido en 2014 durante el Gamergate, cuando una horda machista acosó desde las redes a las mujeres del mundo de los videojuegos. El que sería jefe de campaña de Trump descubrió que se podían dominar disputas políticas desde internet, activando con odio el comportamiento tribal e inundando las redes con ejércitos de trolls, según explica Joan Donovan, de la Universidad de Boston: “Bannon descubrió cómo enlazar lo superficial con lo profundo de una forma inédita, lo que le dio una influencia descomunal en la política de EE UU”. Los medios no supieron gestionar a Trump ni lo que significaba.
La guerra híbrida de la desinformación en la UE alcanza un nivel sin precedentes
En esos años, las plataformas digitales, desde Google y Youtube hasta Facebook y Twitter, ganaron a los medios la batalla de la atención. Y también la de los ingresos, devorando casi por completo la tarta de la publicidad. Mientras la prensa se desangraba con cierres y despidos masivos, y las pocas cabeceras supervivientes se rendían a producir contenidos virales para las redes, esas mismas compañías tecnológicas desataban la fuerza de los algoritmos sobre los usuarios para mantener su crecimiento exponencial. Sin prestar atención a las consecuencias. Y empezaron a suceder cosas incomprensibles.
Uno de cada cuatro estadounidenses creyó que había sido una farsa la masacre de Sandy Hook, donde mataron a balazos a 26 personas, después de que el agitador Alex Jones comenzara en 2014 a alentar esa mentira para disparar sus ingresos. Un hombre acudió armado a una pizzería de Washington D. C. en 2016 convencido de que allí se ocultaba una trama de pederastia gestionada por políticos demócratas, el conocido Pizzagate. Las banderas de los seguidores de QAnon, una teoría de la conspiración horneada en las redes hasta convertirse en un culto sectario, ondeaban triunfales en el asalto al Capitolio de EE UU en enero de 2021. “QAnon no habría existido sin el inadvertido reclutamiento algorítmico en Facebook (…). En su peor versión, Twitter creó turbas y Facebook fomentó sectas”, escribe DiResta en su libro Invisible rulers (poderes invisibles).
El ruido que provocaron esos escándalos —como el intento de manipulación de voto de Cambridge Analytica, en cuya junta se sentaba Bannon— quedó en el pasado, así como el propósito de enmienda de los emperadores de Silicon Valley. Tras la terrible crisis de reputación de las redes sociales, sus dueños se disculparon y prometieron reformas a los políticos de medio mundo. Pero esa era ya pasó. “Ya no pido perdón”, sentenció Mark Zuckerberg en septiembre. Meta, X, TikTok y YouTube revocaron las políticas que habían prohibido la desinformación tras la covid o los discursos extremistas tras el asalto al Capitolio. Tras la dana, “las principales plataformas digitales y redes sociales no implementaron acciones relevantes y específicas para hacer frente a la crisis de desinformación”, denuncia Maldita en un informe. Los bulos y el odio circulan de nuevo sin freno.
“La dieta informativa de tiktoks y titulares en redes, con vídeos sin contexto, sin documentar y sin voces autorizadas, no tiene proteína. Así es más difícil presentar la veracidad de la información. El buen periodismo debe inmunizarse para no contagiarse con el mal hacer y las prisas”, resume Loreto Corredoira, al frente del Observatorio Complutense de Desinformación. Un fenómeno muy llamativo en la emergencia de la gota fría fue que entre los miles de testimonios que recogían las televisiones, a veces los damnificados repetían ante la cámara bulos surgidos de las cloacas de Telegram, y después ese vídeo volvía a difundirse desde los canales de desinformación como un éxito, como una prueba. “En un contexto de máxima incertidumbre y miedo, emergen los bulos, la batalla cultural, los relatos alternativos”, explica Magallón, “y la dana ha activado esas disfuncionalidades gracias a la falta de confianza en los medios y a unas redes sociales convertidas en un actor político con agenda propia”.
Donald Trump rodeado por los miembros de su Consejo de Tecnología, incluidos (de izquierda a derecha) el director ejecutivo de Apple, Tim Cook, el director ejecutivo de Microsoft, Satya Nadella, y el director ejecutivo de Amazon, Jeff Bezos, el 19 de junio de 2017 en Washington.
Chip Somodevilla (Getty Images)
Esto último es clave: las grandes tecnológicas llevaban meses acercándose a Trump. Jeff Bezos, jefe de Amazon y dueño del Washington Post, impidió que su periódico apoyara a Kamala Harris. Musk quiso convertir en escándalo que la anterior dirección de Twitter hubiera trabajado junto con el Gobierno de EE UU para frenar mentiras durante la pandemia; ahora, ha puesto su plataforma en manos de la maquinaria electoral republicana sin sonrojarse lo más mínimo. “El hombre más rico del mundo, dueño de su propia red de comunicación que llega a cientos de millones al instante, es una amenaza que los Estados deben vigilar”, señala Donovan, fundadora del Instituto de Estudios Críticos de Internet y autora de Meme wars (guerras de memes).
“Te dicen ‘nosotros poseemos la verdad y los medios te mienten’. Lo dice Musk, que no se tapa, pero también muchos otros. En España hay partidos políticos con ese discurso, famosos e influencers diciéndolo. Gota a gota, año a año, insistiendo en este mensaje”, señala Clara Jiménez. Y advierte: “Ese relato ha terminado calando en mucha gente, había cuajado hace mucho: estamos mucho más afectados de lo que creemos”.
El terreno era fértil, pero hay culpables: personas interesadas que plantan las semillas para la producción masiva de falsedades. ¿El objetivo? En muchos casos, el dinero, como señalaba un editorial de Nature: “El modelo de publicidad en línea, basado en subastas automatizadas de espacios publicitarios, ha impulsado la producción de desinformación, ya que muchos sitios que difunden falsedades se benefician de los clics en los anuncios”. Hay competencia entre los influencers de los bulos, ya sea por streaming o redes: a mayor barbaridad, más relevancia; cuanta más visibilidad, mayores ingresos. Y en muchos casos la avaricia coincide con la agenda política. “El modelo actual de influencers y algoritmos crea incentivos perversos para la circulación de desinformación”, advierte Van der Linden, autor de dos libros recientes sobre este problema (La psicología de la desinformación e Infalible).
La fábrica de engaños no descansa hasta dar en la diana, lanzando sin parar memes y mentiras para que alguna triunfe. Es lo que ocurrió tras el asesinato, este verano, de unas niñas en Southport (Reino Unido): una cuenta en X publicó que el criminal era un refugiado musulmán llamado Ali Al-Shakati y lo difundió toda la maquinaria del odio, engrasada como nunca. El Parlamento británico ha citado a Musk a declarar por la difusión de esas mentiras, que ya habían incendiado los ánimos y las calles para cuando se supo la verdad. Porque la industria del engaño siempre se afana en llenar los vacíos informativos con sus narrativas. No siempre les funciona: pocas semanas después de Southport, Alvise Pérez lo intentó tras la muerte de un niño en Mocejón (Toledo), pero no logró provocar esa reacción. En las elecciones estadounidenses, se pusieron en circulación millones de falsedades y cuajó una muy peculiar: los inmigrantes haitianos se están comiendo los perros y gatos domésticos de los vecinos de Springfield (Ohio). “La desinformación puede lanzar mil contenidos sin mucho esfuerzo y esperar a ver cuál se pega, qué narrativa engancha en el discurso: lanzo mil soldados a la batalla y alguno llega a la meta”, indica Jiménez. Como explica DiResta, un periodista puede tardar un par de días en investigar y publicar el desmentido sobre algo así: “Eso es una eternidad en la era de las redes sociales, para cuando se publica su versión de los hechos, los poderes invisibles ya han pasado a otra cosa”.
Pero para que la mentira llegue a la meta, hay un factor decisivo: las élites. Como repite una y otra vez Rasmus KleisNielsen, especialista del Instituto Reuters de Oxford: “La desinformación a menudo viene desde arriba”. La industria del bulo los libera sin parar, pero un reclamo absurdo como el de los gatos de Ohio solo cuajó de verdad cuando Musk, Trump y J.D. Vance se lo apropiaron. “Los estudios demuestran que la mayor parte de la desinformación viene de superesparcidores que, en el ámbito político, suelen ser las élites de los partidos”, asegura Van der Linden. El bulo del 11M, en tiempos más analógicos, cuajó entre la población de derechas porque la dirección de El Mundo y la del Partido Popular así lo decidieron. Trump apareció en su primera campaña en el show de Alex Jones, el de la conspiración de Sandy Hook, para alabar su “magnífica reputación”. Kamala Harris se reía de su rival cuando dijo lo de los haitianos durante su debate electoral, aunque a determinado nivel ya daba igual que fuera mentira. Vance reconoció que probablemente era falso, pero que lo importante era diseminar la narrativa (xenófoba): “No os dejéis disuadir”, tuiteó el futuro vicepresidente, “que fluyan los memes de gatos”. Les funcionaba como metáfora, para transmitir la idea de fondo: los inmigrantes son peligrosos y sus costumbres alteran el modo de vida americano. Finalmente, en casos como este, logran secuestrar el debate público.
¿Y por qué funcionan esas narrativas, aunque sepamos que son falsas? Porque las plataformas deliberada o fortuitamente, explotan a la perfección la psicología humana. Todavía se están tratando de entender todos los mecanismos, pero los estudios más recientes muestran que cuando no hay algoritmo las redes también son tóxicas y que incluso difundimos la desinformación a sabiendas. Porque es más poderoso el afán de pertenencia al grupo: al ver un reclamo dudoso, pero que beneficia a nuestra tribu, no se activa el cerebro reflexivo sino el social, pensando en qué dirán los míos. Al diseminar la foto falsa de un haitiano con un animal doméstico, nuestro bando se regocija y el contrario se indigna: win win, doble victoria.
Pero el fenómeno de la desinformación sigue siendo increíblemente complejo y ni siquiera los especialistas se ponen de acuerdo al acotarlo. El Chicago Tribune publicó en la pandemia este titular: “Un médico ‘sano’ murió dos semanas después de recibir la vacuna de la covid; las autoridades sanitarias investigan por qué”. El enunciado era correcto desde los hechos y lo publicó un periódico de calidad. Pero la industria del bulo lo aprovechó para sacarlo de contexto en Facebook y difundir su discurso antivacunas en el momento de mayor incertidumbre: ese titular se vio más de 50 millones de veces en EE UU. Esa y otras publicaciones similares provocaron que tres millones de estadounidenses dejaran de vacunarse, según un estudio publicado en Science. La clave la ofreció en esa misma revista científica la investigadora Kate Starbird, de la Universidad de Washington: “La desinformación no es una pieza de contenido. Es una estrategia”.
Falta mucho por aprender: en los últimos años se han publicado innumerables trabajos sobre el fenómeno, pero solo el 1% se ha realizado en entornos de la vida real y analizando el comportamiento posterior, tangible, de los individuos. Y no ayuda que los políticos polaricen el término, critican los expertos, al apropiarse de la agenda contra la desinformación. Sucedió hace años con el término “fake news”, que Trump lanzó sin parar contra los periodistas. El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, habló de la “máquina del fango” refieriéndose únicamente a medios de derechas y solo cuando le afectó personalmente, cuando abrieron diligencias previas contra su mujer por tráfico de influencias. Y durante la crisis de la dana, tanto los partidarios de Sánchez como de Carlos Mazón han hablado de bulos y desinformación en contextos de críticas legítimas. El 80% de los españoles lo considera un problema y el Consejo de Seguridad Nacional lo incluye entre las principales amenazas.
Exactamente el mismo día en que se desataban las riadas en Valencia, el 29 de octubre, Steve Bannon salía de la cárcel tras cuatro meses entre rejas por desacato al Congreso. Se sentía más “empoderado” que nunca, dijo, y “concentrado en la victoria” de los republicanos. Volvió a esparcir mentiras en su podcast y, una semana después, Trump volvió a ganar. Pero ya no fue una sorpresa: venció sin sobresaltos. Solo un síntoma más de la nueva normalidad.
Nota tomada de: EL PAÍS
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